La doma clásica es, ante todo, el arte de la armonía.
Un arte donde la precisión de la geometría se une con la poesía silenciosa de la comunicación entre caballo y jinete.
Y, sin embargo, dentro de esta disciplina, los jueces deben transformar sensaciones en números, emociones en una escala del 0 al 10.
Esa paradoja plantea una pregunta fundamental:
¿Se puede juzgar realmente aquello que nunca se ha sentido?
El conocimiento del ojo vs. el conocimiento del feeling
Un juez de doma debe poseer un conocimiento técnico impecable: la escala de entrenamiento, los criterios de cada ejercicio, la simetría de las líneas, la claridad del ritmo.
Pero el conocimiento, por sí solo, no basta.
Para comprender por qué un caballo pierde el ritmo en una cesión, o cómo un jinete logra tanta ligereza en una transición, hace falta algo más que una buena observación: hace falta feeling.
La sensación del contacto cuando se vuelve elástico, del dorso que se eleva y se balancea, del momento exacto en que las ayudas se funden en una única intención.
Esa vivencia interior es la que convierte la observación en comprensión.
Porque solo quien ha sentido cómo un caballo busca la mano, se sostiene por sí mismo y se eleva desde los posteriores, puede reconocerlo con claridad desde la tribuna de jueces.
Empatía a través de la experiencia
La empatía no es un concepto romántico en el juicio; es una necesidad técnica.
Un juez que ha sido jinete sabe cuánta valentía requiere pedir más reunión, cuán fina es la línea entre la brillantez y la tensión, y cuánta paciencia hay detrás de un momento de verdadera ligereza.
Esa empatía no significa indulgencia; significa comprensión.
Permite distinguir entre una resistencia y un malentendido, entre una pérdida puntual de equilibrio y un problema estructural de entrenamiento.
Aporta profundidad al juicio — no blandura.
Como dijo una vez un juez internacional:
“Las reglas pueden aprenderse en un aula.
Pero a un caballo solo se le entiende desde la silla.”
El juez ideal: conocimiento, justicia y sensibilidad
Los mejores jueces combinan ambos mundos: una sólida base teórica y una comprensión vivida desde el cuerpo.
Han montado, han entrenado, quizá han competido, pero también han estudiado biomecánica, psicología y la evolución del sistema de puntuación.
Saben que la doma no trata solo de corrección, sino también de expresión, elasticidad y disposición — aspectos imposibles de evaluar sin feeling.
Puede que ya no estén en la pista montando, pero su ojo sigue conectado con su asiento.
Una responsabilidad compartida
En última instancia, juzgar no es solo poner notas: es orientar el rumbo del deporte.
Los jueces definen qué valores se premian: la tensión o la armonía, la espectacularidad o la pureza del entrenamiento.
Por eso es esencial que no pierdan nunca la conexión con lo que sucede dentro de la pista: el diálogo físico y emocional entre caballo y jinete.
Porque cuando un juez logra sentir a través de su mirada, sus decisiones elevan la doma clásica a su verdadera esencia.
Al final, los mejores jueces no son solo los que ven — son los que han sentido.