Este septiembre, durante el Campeonato del Mundo de Caballos Jóvenes de Doma Clásica en Ermelo (Longines FEI/WBFSH World Breeding Dressage Championships), hubo una imagen que me hizo reflexionar profundamente.
Los mismos jinetes olímpicos que hacía apenas unas semanas se subían al podio en los Juegos de París, estaban allí, discretamente, montando y concursando con sus caballos de cuatro años. No impartiendo clínicas ni posando para los medios, sino entrenando. Con paciencia, con humildad y con la misma precisión con la que más tarde compiten en el Gran Premio.
Fue una escena poderosa. Porque representa algo que, en muchos países, empieza a desaparecer: los grandes jinetes que siguen siendo verdaderos entrenadores. En Europa, el camino hacia la maestría no termina al alcanzar el éxito; al contrario, se profundiza. Los mismos profesionales que brillan bajo los focos son quienes, al amanecer, están formando a los jóvenes caballos que algún día los reemplazarán.
Y esa imagen nos deja una pregunta que cada vez resuena con más fuerza:
Si todos los jóvenes jinetes aspiran a montar caballos hechos… quién formará a los formadores?
La vía rápida y las habilidades olvidadas
El mundo de la doma clásica es hoy más competitivo, más visible y más caro que nunca. Las redes sociales muestran las medallas, los patrocinadores y los caballos perfectos en su máximo esplendor. Para muchos jóvenes, el sueño parece comenzar con un sponsor rico y un caballo ya formado, no con un potro en el prado o largas horas en la cuerda.
Pero la verdad es que la esencia de la doma no está en las notas ni en los premios, sino en el proceso silencioso de entrenar.
En los errores, en las repeticiones, en la constancia. En esa evolución invisible en la que un caballo, gracias a la confianza y la paciencia, se transforma.
Si la nueva generación se centra solo en “montar” y no en “formar”, si nadie aprende a educar a un caballo desde cero, estaremos perdiendo la base misma de la doma clásica: el arte de enseñar.
La escuela que forja carácter
Trabajar con caballos jóvenes no tiene glamour. Es una escuela lenta, exigente y muchas veces incierta. Pero también es la que forja el verdadero oficio.
Quien se dedica a ello aprende a escuchar, a leer el lenguaje corporal del caballo, a tener tacto, paciencia y empatía. Aprende a celebrar pequeños progresos y a construir confianza donde podría aparecer el miedo.
Y además, da independencia.
Los jinetes que saben formar caballos no dependen tanto de clientes o propietarios. Son capaces de crear sus propias oportunidades. Como dijo una entrenadora americana:
“Nunca tuve dinero para comprar grandes caballos, así que tuve que hacerlos yo misma. Y eso me hizo indestructible.”
Enseñar el camino difícil
Los entrenadores tenemos una responsabilidad que va más allá de enseñar figuras o movimientos: transmitir valores. Enseñar que el camino lento tiene sentido. Que lo verdaderamente valioso no es la fama, sino la formación sólida.
El deporte necesita mentores que inspiren, no que intimiden; que expliquen, no que impongan. Que recuerden que la doma clásica es, ante todo, educación.
Porque los caballos hechos no crean entrenadores.
Los caballos jóvenes, sí.
La pregunta que define el futuro
Cada maestro de la historia de la doma —desde Steinbrecht hasta Carl Hester— desarrolló su arte formando caballos desde el principio, no heredándolos. Y eso es lo que no debemos perder.
En un mundo donde la ambición corre más rápido que la sabiduría, el futuro de la doma dependerá de quienes sigan valorando la paciencia, el tacto y la capacidad de aprender a través del proceso.
Mientras admiramos los brillos de la alta competición, no olvidemos esos amaneceres silenciosos en las pistas donde nacen los verdaderos caballos de deporte… y también los verdaderos entrenadores.
Porque, al final del día, los trofeos se apagan, pero la pregunta seguirá ahí:
¿Quién formará a los formadores?